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Tacones Cercanos: A solas con uno mismo

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Tacones Cercanos: A solas con uno mismo

TACONES CERCANOS.

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Reconozco que me resultan la mar de simpáticas, las categorías con las que Netflix clasifica su oferta en películas. “Porque viste Salvar al soldado Ryan”, dice un enunciado que inmediatamente te dispara dos docenas de películas de guerra. (Advertencia: si ustedes tuvieron recientemente una noche tontuela con una de esas tramas edulcoradas de Cenicienta moderna, ya sabrán que Netflix les tiene preparada la fiesta del azúcar para los meses venideros). “Películas basadas en libros”, “películas con dramas reales”, “películas con mujeres como protagonistas”, son algunas de las etiquetas entre las que no falta romance, terror, suspenso, indios y vaqueros… Vamos, que hasta tragedias griegas podemos encontrar en este surtido menú.     
En mi caso, hay una categoría con la que Netflix acierta casi siempre, pues me suelo lanzar de cabeza (como a una tienda por departamentos en rebajas) a ese renglón de las “películas independientes”. Aun cuando termine tragándome un bodrio, sé que en estas historias encontraré algo sobre lo cual reflexionar en esta columna. Esto me ocurrió con “Cuando ella me encontró”, una película que captó mi atención porque está dirigida (y protagonizada) por la estupenda Helen Hunt. Una producción que tiene otros alicientes: Collin Firth, haciendo su papel habitual de buen tipo (novio perfecto que las mujeres, todas, tardan en valorar); Bette Midler, siempre de señora supermoderna reñida con su edad; y una mínima incursión del premiado novelista Salman Rushdie, en un papel de ginecólogo despistado.    
Buenos ingredientes para un filme que tildaríamos de independiente única y exclusivamente porque habla de tragedias comunes que les ocurren a personas comunes; las pasiones pequeñas de una maestra de escuela ni muy atractiva, ni muy joven, ni muy culta, ni muy nada. Abril, una cuarentona judía de Nueva York, tiene una vida aparentemente resuelta hasta que, al día siguiente de contraer matrimonio, su esposo (lo menos parecido a un Adonis) la abandona, ya que no sabe cómo es eso de andar casado. A su decepción amorosa se suma el apremio del reloj biológico y la aparición de su verdadera y extravagante madre. El mensaje de la película se entiende desde el principio; de hecho, comienza con una especie de moraleja. Una historia judía sobre el aprendizaje que producen los reveses en la vida, es decir, nos invita a nunca perder la esperanza aunque el agua nos esté llegando al cuello.
Pero, no es sobre la esperanza (ni sobre los escalones por los que hay que rodar hasta aprender a no caerse) sobre lo que voy a reflexionar hoy, pues quiero destacar un aspecto determinado de la película, más bien una característica que define al personaje interpretado por Collin Firth. Cada vez que el tipo se enfadaba se iba a dar un paseo, incluso, dando vueltas dentro de una habitación o girando sobre su propio eje. El tipo reflexionaba caminando para evitar alzar la voz, ofender, insultar a otros; para escapar del posterior arrepentimiento y del consuelo/migaja de creer que a usted le perdonarán siempre porque los demás saben que pierde rápido la paciencia. ¡Y un pepino! ¿No se han puesto a pensar la de entuertos que podríamos habernos evitado, si nos hubiésemos ido a dar un paseo a solas con nosotros mismos? El famoso “vete a tomar viento”, que tanto se utiliza en España (de manera muy poco amable) para quitarse a un pesado de encima, debería ser la voz de nuestra conciencia porque, queridos lectores, a veces nosotros somos los  pesados; somos nosotros los que debemos tomar distancia, los que debemos analizar la situación, calmarnos, mirar desde lejos, buscar los pro y los contra, y luego  abrir la boca sin que arda Roma con Santiago.   
Se trata de rescatar aquello que nos enseñaban nuestras madres (al menos la mía) sobre contar hasta diez antes de responder con un agravio. ¿Y si se tiene la sangre tan en ebullición que usted no puede contar ni hasta tres? Pues, entonces “váyase a tomar viento”; vaya a dar un paseo a solas con usted mismo y, si cuando regresa sigue queriendo desatar un incendio verbal, amigo mío… ¡Asuma las consecuencias!

EDITORIAL.

Gabriela Llanos
Gabriela Llanos
ESCENA INTERIOR/DÍA. PLANO GENERAL DE UN SALÓN DE CLASES EN UNA ESCUELA INFANTIL. Un grupo de niños, que rondarán los cinco años, corren, bailan, cantan, dibujan, ríen y lloran, ocupando todo el espacio.
En medio de la algarabía, una mujer rubia, delgada, de rostro cansado, habla con un hombre alto y fuerte, con un elegante acento británico. El hombre aprieta los puños y la mandíbula. Está molesto, denota una inmensa rabia contenida. La mujer le habla, quiere que sigan juntos, le dice que lo necesita.
El hombre comienza a andar. “¿A dónde vas?”, pregunta la mujer, “a dar un paseo”, responde el hombre y comienza a caminar bordeando las paredes de la habitación. La mujer rubia y delgada lo ve dar una, dos, tres, quince vueltas en el sentido de las agujas del reloj. El hombre finalmente se detiene. “Podemos lograrlo”, le dice a la mujer y se funden en un abrazo. (Película “Cuando ella me encontró”, de Helen Hunt).